Seguramente, si en una conversación hablamos de libertad, alguien quizá plantee que la libertad tiene límites objetivos: hay cosas que se pueden y otras que no se pueden hacer. Y ahí entramos en el campo de lo moral. San Pablo nos dice: “Cristo nos liberó para que vivamos en libertad” (Gá 5,1).
Nunca seremos capaces de comprender porqué Dios asumió el riesgo de crearnos libres. Pero lo hizo, y es, al mismo tiempo, una grandeza y una tragedia.
Y lo es porque tenemos la posibilidad de decir “no” al bien, a la verdad y a Dios mismo. No sabemos cómo, pero Dios “sufre” ante nuestra negativa, ante nuestro pecado de menosprecio a la fuente original de toda libertad: Dios mismo. Y Dios responde desde su compasión y su cariño por el hombre de una forma redentora: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 36). El pecador se aparta de la libertad con que Dios le ha dotado; cuando dice “no”, utiliza su libertad y, al mismo tiempo, la “tira por la borda”.
La libertad de Dios se pone de manifiesto al entregarnos su amor, buscando de manera denodadamente compasiva al hombre para que acepte el verdadero Reino de la libertad. El hecho de que el origen de nuestra libertad para el bien sea un “sí” libre y agradecido, e incluso que nuestro arrepentimiento se transforme en una posibilidad de perdón divino es, sin duda, el fundamento más patente de lo que es nuestra propia libertad.
Al ejercer nuestra libertad, somos responsables ante nuestra conciencia y ante Dios. Estamos hablando de responsabilidad: esta es la clave de nuestra libertad. Ejercerla requiere madurez y aprendizaje permanente de nuestras actitudes.
No se trata de imitar lo que hizo Jesús; sino de “seguirle”: de asumir, tras la oración y el discernimiento, nuestras propias decisiones teniendo en cuenta que tendrán implicaciones en nuestros hermanos.
Nunca seremos capaces de comprender porqué Dios asumió el riesgo de crearnos libres. Pero lo hizo, y es, al mismo tiempo, una grandeza y una tragedia.
Y lo es porque tenemos la posibilidad de decir “no” al bien, a la verdad y a Dios mismo. No sabemos cómo, pero Dios “sufre” ante nuestra negativa, ante nuestro pecado de menosprecio a la fuente original de toda libertad: Dios mismo. Y Dios responde desde su compasión y su cariño por el hombre de una forma redentora: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 36). El pecador se aparta de la libertad con que Dios le ha dotado; cuando dice “no”, utiliza su libertad y, al mismo tiempo, la “tira por la borda”.
La libertad de Dios se pone de manifiesto al entregarnos su amor, buscando de manera denodadamente compasiva al hombre para que acepte el verdadero Reino de la libertad. El hecho de que el origen de nuestra libertad para el bien sea un “sí” libre y agradecido, e incluso que nuestro arrepentimiento se transforme en una posibilidad de perdón divino es, sin duda, el fundamento más patente de lo que es nuestra propia libertad.
Al ejercer nuestra libertad, somos responsables ante nuestra conciencia y ante Dios. Estamos hablando de responsabilidad: esta es la clave de nuestra libertad. Ejercerla requiere madurez y aprendizaje permanente de nuestras actitudes.
No se trata de imitar lo que hizo Jesús; sino de “seguirle”: de asumir, tras la oración y el discernimiento, nuestras propias decisiones teniendo en cuenta que tendrán implicaciones en nuestros hermanos.